El desembarco en Normandía

En el puerto de Weymouth era un gran día. Acorazados, cargueros, barcos para el transporte de tropas y barcazas de invasión estaban todos revueltos. Flotando en el aire sobre ellos había una barrera formada por cientos de globos plateados. Los presuntos turistas con destino Francia tomaban el sol en las cubiertas de los barcos mirando perezosamente los juguetes gigantes que se subían a bordo. Para los optimistas, todo parecía como una nueva arma secreta, especialmente en la distancia.
En mi barco, el USS Chase, la población se dividía en tres categorías: los planificadores, los jugadores y los escritores de las últimas cartas. Los jugadores se encontraban en la cubierta superior, amontonados en tomo a un par de dados diminutos y poniendo miles de dólares sobre el tapete. Los escritores de las últimas cartas se escondían en las esquinas y ponían sobre el papel bonitas frases en las que dejaban sus escopetas favoritas a los hermanos pequeños y su pasta a la familia. Mientras tanto, los planificadores estaban en el gimnasio, en la parte baja del barco, tumbados boca abajo alrededor de una colchoneta en la que había una miniatura de cada casa y cada árbol de la costa francesa. Los líderes de sección escogían su camino entre los pueblos de goma y buscaban protección detrás de los árboles de goma y en las cunetas de goma que había sobre el colchón.
También teníamos un diminuto modelo de cada barco y en las paredes había marcas que daban nombres a las playas y los sectores específicos: Fox Green, Easy Red y otros, todos parte de la playa de Omaha. El comandante naval y su gente se habían unido al gimnasio y empujaban los pequeños barcos con el fin de alcanzar las playas que estaban pintadas en las paredes. Las empujaban de forma experta. De hecho, cuanto más miraba a esa gente con medallas jugando en el suelo, más me invadía una terrible confianza.
Seguí lo que pasaba en el suelo del gimnasio muy interesado. El USS Chase era un buque nodriza que llevaba muchas barcazas de asalto que serían soltadas a diez millas de la costa francesa. Tenía que decidirme y escoger una en la que meterme y un árbol de goma en el que esconderme en la costa. Era como ver una carrera de caballos diez minutos antes de comenzar. En cinco minutos se tenían que hacer las apuestas.
Por una parte, los objetivos de la Compañía B parecían interesantes e ir con ellos podía ser una apuesta bastante segura. Pero conocía a la Compañía E muy bien y la historia que cubrí con ellos en Sicilia fue una de las mejores que hice durante la guerra. Estaba a punto de decidirme entre las compañías B y E cuando el coronel Taylor, comandante del Regimiento XVI de Infantería de la Primera División, las fuerzas atacantes, me hizo la confidencia de que el grueso de las tropas seguiría de cerca a los primeros grupos de infantería. Si iba con él, no me perdería la acción y estaría un poco más seguro. Esto sonaba como el verdadero favorito, una apuesta de dos a uno a estar vivo por la tarde.
Si en este punto mi hijo me interrumpiera y preguntara: « ¿ Cuál es la diferencia entre el corresponsal de guerra y cualquier otro hombre uniformado? » , diría que el corresponsal de guerra consigue más bebida, más chicas, mejor paga y mayor libertad que el soldado pero que, a esas alturas del juego, tener la libertad de elegir su lugar de destino y que se le permita ser un cobarde y no ser ejecutado por ello es su tortura. El corresponsal de guerra tiene su apuesta -su vida- en sus propias manos y puede ponerla en este caballo o en aquel o de nuevo en su bolsillo en el último minuto.
Yo soy un jugador. Decidí ir con la Compañía E en la avanzadilla.
Una vez que decidí ir con las primeras tropas de asalto, comencé a auto convencerme de que la invasión sería facilísima y de que todo eso de un «inexpugnable muro occidental» era sólo propagan- da alemana. Subí a cubierta y miré durante un rato la costa inglesa que iba desapareciendo. El brillo verde pálido de la isla que se desvanecía en la distancia tocó mi punto más débil y me uní a la legión de escritores de últimas cartas. Mi hermano podía quedarse con mis botas de esquí y mi madre podría invitar a alguien de Inglaterra para que se quedara con ella. La idea era desagradable y nunca mandé la carta. La doblé y la puse en el bolsillo del pecho.
Entonces me uní a la tercera categoría. A las dos de la madrugada el altavoz del barco cortó nuestra partida de póquer. Nos metimos el dinero en riñoneras impermeables y se nos recordó bruscamente que la Cosa era inminente.
Prepararon una máscara de gas, un cinturón de seguridad inflable, una pala y algunos otros artilugios alrededor mío y yo me puse mi caro chubasquero Burberry en el brazo. Era el invasor más elegante de todos.
Nuestro desayuno pre invasión se sirvió a las tres de la madrugada. Los chicos del comedor del USS Chase llevaban chaquetas blancas inmaculadas y sirvieron bollos calientes, salchichas, huevos y café con un entusiasmo y una educación inusuales. Pero los estómagos «preinvasión» estaban preocupados y la mayor parte de su noble esfuerzo se quedó en las bandejas.
A las cuatro estábamos reunidos en cubierta Las barcazas se balanceaban colgadas de las poleas, listas para ser botadas al agua A la espera del primer rayo de luz, los dos mil hombres estaban de pie en perfecto silencio, fuera lo que fuese lo que pensaban, parecía algún tipo de oración.
Yo también estaba de pie muy callado. Pensaba un poco en todo: en campos verdes, nubes rosas, ovejas paciendo, en los buenos tiempos y pensaba mucho en conseguir las mejores fotografías del día. Ninguno de nosotros estaba en absoluto impaciente, y no nos hubiera importado estar allí en la oscuridad durante mucho tiempo. Pero el sol no tenía ninguna forma de saber que ese día era distinto de todos los demás y salió a su hora habitual. Los que iban en la avanzadilla se metieron dando traspiés en las barcazas y -como si fuera en ascensores a cámara lenta- descendimos hasta el agua. El mar estaba picado y estábamos mojados antes de que nuestro bote se soltara del barco nodriza. Ya estaba claro que el general Eisenhower no dirigiría a los suyos a través del Canal con los pies, o cualquier otra cosa, secos.
Al poco de bajar, los hombres comenzaron a vomitar. Pero esta era una invasión bien educada y también cuidadosamente preparada y se habían repartido pequeñas bolsas de papel para tal fin. Pronto los vómitos alcanzaron una nueva cota. Imaginé que esto se convertiría en la madre de todos los días D.
La costa de Normandía estaba todavía a varios kilómetros cuando la primera e inconfundible detonación llegó a nuestros oídos. Nos sumergimos en el agua con vómitos en el fondo de la barcaza dejamos de mirar hacia la línea de la costa, cada vez más cerca. L: primera barcaza vacía, que ya había desembarcado sus tropas en la playa, pasó junto a nosotros de regreso al Chase y el contramaestre negro nos hizo una alegre mueca y el signo de la victoria. Había ya luz suficiente para comenzar a hacer fotos y saqué mi primera cámara Contax de su funda impermeable. El fondo de nuestro bote golpeó tierra de Francia. El contramaestre bajó la plancha de acero del frente de la barcaza y allí, entre las grotescas formas de obstáculos de acero que salían del agua, estaba una línea fina de terreno envuelto en humo, nuestra Europa, la playa Easy Red.
Mi maravillosa Francia parecía sórdida y poco atrayente y una ametralladora alemana escupiendo balas alrededor de la barcaza echó a perder mi regreso a esa tierra. Los hombres de mi bote se echaron al mar. Con el agua por la cintura, rifles listos para disparar, con los obstáculos y la humeante playa al fondo, eso era suficientemente bueno para el fotógrafo. Me detuve un momento en la planchada para hacer mi primera y verdadera foto de la invasión. El contramaestre, que tenía una prisa comprensible por largarse de ahí, tomó mi postura para hacer la foto como una actitud de duda explicable y me ayudó a decidirme con una bien intencionada patada en el culo. El agua estaba fría y la playa a más de cien metros. Las balas hacían agujeros en el agua a mi alrededor e intenté alcanzar el obstáculo de acero más cercano. Un soldado llegó allí al mismo tiempo y, durante unos minutos, compartimos su cobijo. Quitó la funda impermeable de su rifle y comenzó a disparar, sin esforzarse mucho, hacia la playa escondida bajo el humo. El sonido de su rifle le dio el valor suficiente para adelantarse y me dejó el obstáculo para mí solo. Ahora era unos 30 centímetros mayor y me sentía lo suficientemente seguro como para hacer fotos de los otros tipos escondidos exactamente igual que yo.
Era todavía muy temprano y estaba todo muy gris para hacer unas buenas fotos, pero el agua gris y el cielo gris daban fuerza a los pequeños hombres que esquivaban los surrealistas diseños antiinvasión de las cabezas pensantes de Hitler.
Terminé mis fotos y el mar estaba frío en mis pantalones. Reticente, traté de alejarme de mi barra de acero pero las balas me hacían retroceder cada vez que lo intentaba. Cincuenta metros delante de mí, uno de nuestros tanques anfibios medio quemados sobresalía del agua y me ofrecía mi siguiente punto a cubierto. Sopesé la situación. El elegante impermeable pesado en mi brazo tenía poco futuro. Lo tiré y me dirigí al tanque. Lo alcancé entre cuerpos flotando y parándome para hacer unas pocas fotos más, e hice acopio de fuerzas para el último salto hasta la playa.
Los alemanes ahora tocaban todos sus instrumentos y no pude encontrar ningún hueco entre las bombas y las balas que bloqueaban los últimos 25 metros hasta la playa. Simplemente, me quedé detrás de mi tanque repitiendo una pequeña frase de mis días en la guerra civil española: «Es una cosa muy seria. Es una cosa muy seria. »
La marea estaba subiendo y el agua me llegaba hasta la carta de despedida para mi familia, en el bolsillo del pecho. Tras el escudo humano de los últimos dos tipos, alcancé la playa. Me tiré boca abajo y mis labios tocaron tierra de Francia. No tenía deseos de besarla.
Jerry tenía todavía mucha munición de sobra y yo deseaba fervorosamente poder estar ahora debajo de la tierra y encima después. Las opciones contrarias eran cada vez mayores. Giré la cabeza a ambos lados y me encontré, nariz con nariz, con un teniente de la partida de póquer de la última noche. Me preguntó si sabía lo que él estaba viendo. Le dije que no y que no creía que viera mucho más allá de mi cabeza. « Te diré lo que veo -susurró-. Veo a mi madre en el porche de entrada ondeando mi póliza de seguros. »
St. Laurent-sur-Mer debió haber sido en otros tiempo un lugar triste y barato, para las vacaciones de maestros de escuela franceses. Ahora, el 6 de junio de 1944, era la playa más fea del mundo entero. Exhaustos por el agua y el miedo, estábamos tumbados en una pequeña franja de arena mojada entre el mar y una alambrada. La inclinación de la playa nos protegía algo de las balas de las ametralladoras y los rifles mientras nos mantuviéramos tumbados, pero la marea nos empujaba hacia el cercado de alambre, donde las armas disfrutaban con la apertura de la veda. Me arrastré sobre mi estómago hacia mi amigo Larry, el padre irlandés del regimiento que podía jurar mejor que cualquier aficionado. Refunfuñó mirándome: « iMaldito medio franchute! Si no te gustaba esto, ¿por qué demonios regresaste?» De este modo, confortado por la religión, saqué mi segunda cámara Contax y comencé a apretar el disparador, sin levantar la cabeza.
Desde el aire, Easy Red debía parecer una lata de sardinas abierta. Disparando desde el ángulo de la sardina, el primer plano de mis fotos estaba lleno de botas mojadas y caras verdes. Sobre las botas y las caras, mis imágenes estaban llenas de humo de metralla; tanques quemados y barcazas hundiéndose constituían el fondo.
El siguiente mortero cayó entre la alambrada y el mar y cada trozo de metralla encontró el cuerpo de un hombre. El cura irlandés y el médico judío fueron los primeros en ponerse de pie en Easy Red. Hice la foto. El siguiente proyectil cayó más cerca incluso. No me atrevía a mover los ojos del visor de mi Contax y disparé una y otra vez. Medio minuto después mi cámara se atascó, el carrete se había acabado. Alcancé mi bolsa para coger un nuevo carrete y mis manos mojadas y temblorosas lo echaron a perder antes de que pudiera meterlo en la cámara.
Me paré un momento. ..y entonces me encontré mal.
La cámara vacía temblaba en mis manos. Era un tipo de miedo nuevo que me hacía retorcer la cara y me estremecía desde el último pelo a la punta del pie. Desenganché mi pala e intenté cavar un agujero. La pala chocaba con piedra bajo la arena, así que la arrojé por los aires. Los hombres a mi alrededor yacían inmóviles. Sólo el muerto que estaba junto al agua se mecía con las olas. Un LCI desafió al fuego y médicos con cruces rojas pintadas en sus cascos salieron en tropel. Yo no pensaba y no lo decidí, simplemente me levanté y corrí hacia la barcaza. Me metí en el mar entre los dos cadáveres y el agua me llegó al cuello. La agitada marea me golpeaba el cuerpo y cada ola me abofeteaba la cara bajo el casco. Mantenía las cámaras por encima de mi cabeza y, de repente, supe que estaba huyendo. Intenté volverme pero no podía mirar a la playa y me dije: «Sólo voy a secarme las manos en el bote. »
Lo alcancé. Los últimos médicos estaban saliendo. Trepé a bordo. Cuando logré llegar a la cubierta me quedé sobresaltado, de repente estaba completamente cubierto con plumas. Pensé: «¿Qué es esto? ¿Alguien está matando gallinas?» Entonces vi que habían alcanzado la estructura de arriba y que las plumas eran el relleno de los chalecos de capoc de los hombres que habían volado con ella. El capitán estaba llorando. Su ayudante había volado por los aires y le había caído por encima.
Nuestra barcaza estaba escorada y la alejamos lentamente de la playa para intentar alcanzar el barco nodriza antes de que nos hundiéramos. Bajé a la sala de máquinas, me sequé las manos y puse carretes frescos en ambas cámaras. Regresé a cubierta a tiempo para hacer mi última foto de la playa cubierta de humo. Luego tomé varias instantáneas de la tripulación haciendo transfusiones en cubierta. Una barcaza de invasión se acercó y nos sacó del bote que se hundía. El traslado de los heridos graves con el mar tan mal fue un asunto difícil. No saqué más fotos. Estaba ocupado subiendo las camillas. La barcaza nos llevó de regreso al USS Chase, el barco que había abandonado sólo seis horas antes. En el Chase, estaban bajando al último grupo de la XVI compañía de Infantería pero las cubiertas ya estaban llenas con los que volvían heridos o muertos.
Esa fue mi última oportunidad de volver a la playa. No fui. Los chicos que nos habían servido el café con sus chaquetas y guantes blancos a las tres de la mañana estaban cubiertos de sangre y metían a los muertos en sacos blancos. Los marineros alzaban las camillas desde las barcazas que se hundían. Comencé a hacer fotos. Entonces todo se volvió confuso. ..
Me desperté en una litera. Mi cuerpo desnudo estaba cubierto con una manta áspera. En mi cuello, un trozo de papel decía: «Caso de agotamiento. Sin placa de identificación. » La bolsa de mi cámara estaba sobre la mesa y recordé quién era.
En una segunda litera estaba otro joven desnudo. «Caso de agotamiento. » Dijo: «Soy un cobarde. » Era el único superviviente de los diez tanques anfibios que habían precedido a las primeras tan- das de infantería. Todos esos tanques se habían hundido en el duro mar. Afirmó que debería haberse quedado en la playa. Yo le dije que el que debería haberse quedado en la playa era yo.
Por la mañana atracamos en Weymouth. Un grupo de hambrientos periodistas a los que no se les había permitido ir a la invasión nos esperaba en el muelle para conseguir las primeras experiencias personales de los hombres que habían alcanzado la cabeza de la playa y habían vuelto. Me enteré de que el otro fotógrafo corresponsal de guerra que había sido asignado a Omaha había regresado dos horas antes y no se había bajado de su barcaza. Ahora estaba en su camino de regreso a Londres con su terrorífica exclusiva.
Me trataron como un héroe. Me ofrecieron un avión que me llevara a Londres a contar en vivo mi experiencia. Pero todavía recordaba lo suficiente la noche anterior y lo rechacé. Puse mis carretes en la bolsa de prensa, me cambié de ropa y regresé a la playa unas horas después en el primer barco disponible.
Siete días después supe que las fotos que había tomado en Easy Red fueron las mejores de la invasión. Pero el nervioso asistente del laboratorio al secar los negativos los había expuesto a mucho calor y la emulsión se había corrido ante los ojos de la gente de la oficina de Londres. De 106 fotografías sólo ocho se salvaron. El pie de foto bajo las borrosas decía que las manos de Capa temblaban mucho.

Capa, Robert, "Verano de 1944", en Manuel Leguineche y Gervasio Sánchez (editores), Los ojos de la guerra, Barcelona: Plaza& Janés, 2001, 252-259

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